martes, 9 de abril de 2013

Sobre el medicamento BOTOX (la toxina botulínica)


Concluíamos nuestra entrada anterior recordando que los medicamentos, con carácter general, no deben consumirse prescindiendo de control médico, pues no están exentos de riesgo.

Ese es, también, el caso de determinadas intervenciones que, por llevarse a cabo sobre personas sanas con la única finalidad de producir modificaciones estéticas y no de tratar enfermedad alguna, pudieran llevar a confusión en ese sentido: aunque en ocasiones pudiera pensarse lo contrario, las actuaciones encaminadas a modificar la anatomía de una persona tienen la consideración de intervenciones médicas, y los productos empleados para ello son, desde el punto de vista de nuestra normativa legal, productos sanitarios. Precisan, por ello, un control riguroso.

Abordaremos en esta entrada el caso de la utilización de Botox para eliminar arrugas faciales.

Botox es uno de los nombres comerciales con que está comercializada en España la toxina botulínica, también llamada botulina. Se trata de una neurotoxina, es decir, una toxina que actúa sobre estructuras nerviosas, elaborada por la bacteria llamada Clostridium botulinum, y se considera uno de los venenos más potentes que existen. Fue aprobada en 2002 por la Food and Drug Administration (FDA) de los Estados Unidos (el organismo que allí se encarga de autorizar la comercialización y uso de medicamentos) para el tratamiento de eliminación de las arrugas verticales entre las cejas, como nos recordó Chas Lowe en este chiste publicado 10 años después (titulado “Feliz Aniversario, Botox”), y en la actualidad España es uno de los países en los que se emplea en medicina estética:






















Nuestros músculos se contraen en respuesta, entre otros estímulos, a la acción de los nervios que llegan a ellos, y que les transmiten las órdenes del cerebro. La toxina botulínica paraliza las fibras musculares por denervación química de la placa motora (la placa motora es el nombre que recibe la unión entre nervio y músculo a nivel celular); es decir, anula la acción de los nervios sobre las células musculares.

Las aplicaciones clínicas de la toxina botulínica son múltiples, y todas ellas relacionadas con el mecanismo de acción descrito. En la actualidad, si exceptuamos su aplicación en el ámbito de la medicina estética, la neurología es la especialidad médica en la que la toxina botulínica aporta mayores beneficios, y en la que, por tanto, más se emplea. Existen numerosas afecciones neurológicas que podrían beneficiarse de tratamiento con toxina botulínica, pero su uso más frecuente se orienta al tratamiento de ciertas enfermedades caracterizadas por movimientos involuntarios, especialmente en el caso de las distonías, o por una contracción muscular mantenida de forma indeseable, como la espasticidad que a veces se presenta en brazos o piernas de pacientes que han sufrido un accidente cerebro-vascular.

Su actuación sobre las arrugas gestuales (que justifica su utilización en medicina estética), fundamentalmente en cara y cuello, se basa en la parálisis muscular temporal que produce. En condiciones normales, los nervios ejercen una acción continuada sobre las células musculares, que incluso nos pasa desapercibida, pero que resulta fundamental para el mantenimiento de lo que llamamos “tono muscular”: una contracción muscular involuntaria que contribuye, entre otras cosas, al mantenimiento de la postura y a la gestualidad facial. Cuando se inyecta toxina botulínica en un músculo, el efecto conseguido (que es, precisamente, el efecto perseguido cuando se emplea en medicina estética) es la anulación de ese grado de contracción involuntaria (además, por supuesto, de cualquier grado de contracción voluntaria), al producir una parálisis muscular de causa farmacológica, que hace que el músculo permanezca completamente inerte, sin reaccionar a estímulo nervioso alguno.

Ese efecto sobre las arrugas faciales, y su empleo habitual para eliminarlas, en una sociedad hedonista cuyos miembros se rebelan contra los efectos visibles que el paso del tiempo deja sobre sus cuerpos, es lo que llevó a Alberto Mont en este chiste del 1 de abril de 2001 a compararlo con la mítica fuente de la juventud que supuestamente (la historia es apócrifa, y no está confirmada) el explorador español Ponce de León buscó infructuosamente en la recién descubierta Florida del siglo XVI:























Precisamente el efecto secundario más conocido de su utilización es la pérdida, junto con las arrugas faciales, de la riqueza gestual del rostro en el cual se administra. Muchos son los humoristas gráficos que han reflejado este efecto secundario en su abordaje de la temática, hasta el punto de que la incapacidad para expresar emociones mediante gestos faciales se considera indisolublemente unida a la utilización del medicamento. Uno de los ejemplos que más claramente lo plasman es este otro chiste de Montt, en esta ocasión de enero de 2011:

















El que acabamos de ver es un esquema repetido reiteradamente, con ligeras variantes, por diversos autores, como puede apreciarse en esta otra obra, de J. Di Chiarro:























O en esta otra, en la que Dan Piraro, en 2009, presentaba “los Payasos del Botox”, todos ellos con la misma expresión impasible:






















Con la misma base, el propio Montt, entre otros, elucubraba sobre la posibilidad de que esa pérdida de expresividad pudiera llegar a resultar, en determinados contextos, ventajosa para el sujeto: el escenario más obvio es el de la partida de póker, en la que los demás jugadores pierden la referencia de la expresión facial de su adversario como fuente de información (recordemos que la expresión “cara de póker” se refiere precisamente a la imperturbabilidad del rostro ante situaciones que deberían provocar emociones identificables):






















En esta otra viñeta, Marisa Acocella Marchetto (también en The New Yorker) presentaba idéntica escena, pero de un modo mucho más sutil, asumiendo que la mera mención del producto en el referido contexto permitiría a los lectores entender el chiste:





















Sin embargo, es una obviedad que, en realidad, la pérdida de la mímica facial, lejos de resultar una ventaja, puede ser realmente inconveniente. Así lo han plasmado múltiples autores, algunos de modo más explícito que otros.

Jack Ziegler, en The New Yorker, destacó con un ejemplo hasta qué punto la incapacidad para expresar emociones puede resultar limitante para la normalidad de la vida social:























Bucella, por su parte, recordaba que, a veces, la imposibilidad de controlar la expresión del rostro podía resultar completamente inadecuada desde el punto de vista relacional:






















Otro ejemplo claro es el de esta tarjeta humorística de felicitación de cumpleaños de la empresa Noble Works Card, cuyo autor, lamentablemente, no hemos podido identificar, por no constar ni siquiera su firma:






















Y el dibujante norteamericano Jorodo hacía extensiva la incapacidad para expresarse a las capacidades creativas del sujeto:



















En una hipérbole coincidente, son varios los autores que reflejan la incapacidad para la mímica facial en su grado máximo sustituyendo el rostro del paciente por un disco con la mínima referencia en su interior a lo que deberían ser los ojos y la boca: sirvan como ejemplo los dos chistes que se presentan a continuación, de Mike Keefe y de Goddard, respectivamente.




































Roz Chast, en The New Yorker, equiparaba la inexpresividad de los rostros modificados por acción del Botox con la artificialidad de las máscaras de teatro:






















Otros autores (es el caso de Roy Delgado en el ejemplo que se muestra a continuación) llegan a asumir que pueden haber también alteración de la sensibilidad:





















En realidad, la sensibilidad al calor o al frío (sensibilidad termoalgésica) o al dolor no tienen por qué alterarse por acción del Botox, sin descartar que la agresión mecánica que supone su inyección puede llegar a producir alteraciones inflamatorias de gravedad variable en la misma zona y su proximidad.   

Pero lo que sabemos sin lugar a dudas es que los efectos secundarios de Botox pueden ser mucho más graves.

La intoxicación por toxina botulínica da lugar a la enfermedad llamada botulismo, cuya consecuencia principal y más peligrosa es una parálisis muscular progresiva que puede llegar a causar la muerte por afectación de la musculatura respiratoria. Esta intoxicación se produce fundamentalmente por ingestión de alimentos mal preparados o conservados de manera inapropiada, aunque también puede tener lugar por contaminación a través de heridas abiertas o por inyección directa de esta toxina (se han comunicado casos graves, incluso con resultado de muerte, por diseminación de la toxina tras su inyección local).

Podemos asumir que, salvando la inexactitud que en este caso se debe a licencia del humorista (pues en la parálisis producida por la toxina botulínica no hay rigidez), esta obra de Gregory hace referencia, precisamente, a una generalización del efecto de la sustancia:






















Aunque el efecto de la toxina es transitorio y potencialmente reversible, pues por sí sola no causa lesiones estructurales permanentes en las fibras nerviosas ni en los músculos, su duración es lo suficientemente prolongada como para poder dar lugar, como ya se ha dicho, a la muerte por asfixia, o a graves lesiones neurológicas por anoxia debida al bloqueo de la función respiratoria.

Precisamente por ser una de las toxinas más potentes conocidas, y potencialmente mortal, es un arma biológica cuyo potencial ha sido estudiado y explorado en diversos conflictos bélicos, así como para utilización en ataques terroristas. En la actualidad, su uso está prohibido por las Convenciones de Ginebra y la Convención sobre Armas Químicas (Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, Producción, Almacenaje y Uso de Armas Químicas y sobre su destrucción, de 1993), todas ellas ratificadas por España

Así pues, aunque la toxina botulínica se ha instalado en la normalidad de las vidas de muchas personas, como refleja esta viñeta de Marshall Hopkins, aparecida en The New Yorker, que muestra a un caballero esperando a su dama mientras ésta termina de arreglarse con la ayuda de su médico, en realidad no podemos olvidar que los efectos adversos pueden ser muy graves, como constata inmediatamente después Grizelda:








































Por la gravedad de las posibles reacciones que pueden presentarse, es necesario que su utilización sobre pacientes esté a cargo de un profesional capaz de identificar los signos de alarma (diagnosticar precozmente) y actuar terapéuticamente con celeridad, en caso necesario, para evitar su progreso y/o sus consecuencias.

Tomando como base las recomendaciones de su grupo de trabajo de Farmacovigilancia, la Agencia Europea de Medicamentos (EMEA), de forma coordinada con otras Agencias Reguladoras Europeas, recomienda que los medicamentos a base de toxina botulínica sólo deben ser administrados por médicos con la experiencia suficiente, incluyendo el uso del equipo necesario. La Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios asume dicha recomendación y la plasma, en ejercicio de sus competencias, para la regulación de la administración de este producto en España.

Chatham nos brinda una viñeta con la que queremos terminar esta entrada, pues refleja de forma idónea lo dicho en nuestros párrafos anteriores:
























En realidad, como ha podido apreciar el lector, la traducción de esta última viñeta es bastante libre. En realidad, no dice "Toxicología", sino "control de venenos": en España, control de venenos no es ninguna especialidad médica, y Toxicología, sin ser especialidad médica reglada, es, al menos, el área de conocimiento que se ocupa de los tóxicos y sus efectos sobre el organismo. De igual modo, no dice "el Botox es un tóxico", sino, literalmente, "...no lo olvide, Botox es un veneno".

Y, ciertamente, lo es.